A fines de la segunda década del siglo pasado, la trayectoria artística del pintor Pedro Subercaseaux estaba ya de sobra consolidada, habiendo alcanzado, quizá, su punto más alto. Los cuadros más representativos de su producción (que han ilustrado los libros de historia de generaciones de estudiantes chilenos durante al menos el último medio siglo) en su mayoría ya habían sido pintados. De hecho, en 1918 el Congreso le encarga una obra de grandes dimensiones para alhajar su Salón de Honor, “El Descubrimiento de Chile”. Justo por aquel entonces, Subercaseaux, que pocos años antes había tenido que abandonar Europa tras el estallido de la Gran Guerra, llega a Algarrobo, escapando esta vez del “ruido mundano” de la capital.
El artista, encaminándose a los cuarenta,
llega junto a su mujer, Elvira Lyon, al entonces escasamente poblado villorio,
donde construirá una casa y alcanzará a residir tres años. El hecho no deja de
despertar una interrogante obvia: ¿qué lleva a un pintor nacido en Roma,
formado en París, y que hasta entonces se había mantenido activo dentro de las
grandes ciudades europeas, a recalar en la cúspide de su carrera en un pueblito
perdido entre las costas del Pacífico Sur? Según él mismo explica en sus
memorias, la elección “del Algarrobo” se debe en gran parte a su madre, Amalia
Errázuriz, quien guardaba gratos recuerdos de veranos pasados de niña en el
lugar. Subercaseaux manifiesta ya las primeras señales de una crisis
espiritual que lo llevará algunos años más tarde a pedir intervención papal
para separarse de su esposa y hacer vida como monje benedictino hasta el último
de sus días. Algarrobo, distante en ese entonces a varias horas de accidentado
viaje tanto de Valparaíso como de Santiago, ofrecía una alternativa ideal para
que el artista alcanzara esa paz tan anhelada.
En sus memorias, el pintor dedica un
capítulo entero a su paso por el balneario. Aparte de destacar la belleza casi
virginal del entorno, detalla episodios de valor inigualable: su providencial intervención
en el recambio de la techumbre de la iglesia de La Candelaria (su casa la
construye a apenas un centenar de metros de esta), la visita del alcalde de
Lagunillas (comuna a la que pertenecía el pueblo en aquel tiempo) y sus algo
aturdidores planes de progreso, su alucinante proyecto de construir un
santuario en la cima de una “roca puntiaguada no lejos de la isla” (¿la
Peñablanca?)
Ya ingresado a la orden benedictina, en
1925 Subercaseaux venderá su casa de Algarrobo, conocida como "El Refugio de San Francisco", a un sobrino de su esposa, Jorge
Lyon, quien posteriormente, en 1928, la venderá a su vez a la Congregación del
Verbo Divino. Actualmente, la ya centenaria casa, con algunas modificaciones,
aún se conserva, semi oculta tras añosos árboles, constituyendo, dentro de su
silencio y casi imperceptible presencia, uno de los hitos más valiosos del
patrimonio algarrobino.
2 comentarios:
Publicaciones de mucha calidad en este blog. No falla. Sigan!
Que interesante , queda el gusto por saber más
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